UN CONEJO DIFERENTE
Él era un conejo diferente, y
que había de malo en eso.
A Kevin le decían el conejo
sin orejas.
Aunque Kevin sí tenía orejas.
Dos. Puntiagudas y de pelo suave, como todos los conejos de aquel bosque.
Solo que Kevin, al contrario
que el resto, no podía levantarlas.
–Inténtalo Kevin: ¡súbelas! le
había dicho Mamá el día que todos los pequeños conejos de la escuela debían
levantar sus orejas.
¡Allá voy!
Había gritado con alegría Kevin mientras con esfuerzo trataba de
levantarlas. ¿Qué tal están, Mamá? ¿Estoy guapo con mis nuevas orejas?
Pero Kevin no las había
levantado ni un centímetro. Volvió a intentarlo una y otra vez, pero no había
manera: sus orejas seguían caídas. Fue por esto que el pequeño Kevin se
convirtió en la burla de todos los conejos.
No llores cariño, no pasa nada, intentaba
consolarle Mamá. Eres un conejo
diferente, ¿y qué? No hay nada de malo en ello.
Sin embargo Kevin no estaba de
acuerdo con su madre. A él no le gustaba ser diferente, ni que se rieran de él
y por eso todas las mañanas, al despertarse, apretaba con fuerza su cabeza e
intentaba levantar sus orejas. Pero cada mañana comprobaba con tristeza que no
lo había logrado. Que seguía siendo diferente al resto.
En el bosque los días pasaban
tranquilos y todos los pequeños conejos eran felices jugando entre los árboles
con las ardillas y los demás animales de ese bosque. Todos menos Kevin, que se
pasaba el día suspirando, soñando con ser como el resto de sus compañeros.
Una tarde de primavera, la
tranquila existencia de los conejos se vio sacudida por unos cazadores de
espesos bigotes y caras malhumoradas. Llevaban unas escopetas largas que hacían
un ruido ensordecedor cada vez que las disparaban.
PUM, PUM. Sonaba esos
terribles sonidos.
Aquellos sonidos terribles
asustaron tanto a los pequeños conejos, que todos intentaron esconderse entre
la maleza del bosque. Pero sus puntiagudas orejas sobresalían a través de la
hierba y por más esfuerzos que hicieron para bajarlas, estas seguían estiradas.
Por este motivo, no les quedó más remedio que salir corriendo a toda velocidad
para evitar a los cazadores.
Afortunadamente, nada malo
ocurrió y todos los pequeños conejos volvieron sanos y salvos a sus
madrigueras.
– ¡Qué miedo he pasado!
gritaban todos, Intenté esconderme, pero estas orejas…
– ¡Qué suerte tienes, Kevin! A
ti nunca podrán hacerte nada.
Desde un rincón, Kevin, el
conejo sin orejas, les escuchaba boquiabierto. Por primera vez en su vida, sus
compañeros no se burlaban de él por ser distinto. Al contrario, todos querían
parecerse a él.
Desde aquel día, Kevin nunca
más volvió a avergonzarse de sus orejas caídas. Era diferente, sí, pero como
bien decía Mamá, ¿qué había de malo en ello?
THE END...
LUIS MATEO PRIETO RAMOS 11-02
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